La prudencia es tan discreta que pasa inadvertida ante nuestros ojos. Nos admiramos de las personas que habitualmente toman decisiones acertadas, dando la impresión de jamás equivocarse; sacan adelante y con éxito todo lo que se proponen; conservan la calma aún en las situaciones más difíciles, percibimos su comprensión hacia todas las personas y jamás ofenden o pierden la compostura. Así es la prudencia, decidida, activa, emprendedora y comprensiva.
El valor de la prudencia no se forja a través de una apariencia, sino por la manera en que nos conducimos ordinariamente. Posiblemente lo que más trabajo nos cuesta es reflexionar y conservar la calma en toda circunstancia, la gran mayoría de nuestros desaciertos en la toma de decisiones, en el trato con las personas o formar opinión, se deriva de la precipitación, la emoción, el mal humor, una percepción equivocada de la realidad o la falta de una completa y adecuada información.
El ser prudente no significa tener la certeza de no equivocarse, por el contrario, la persona prudente mucha veces ha errado, pero ha tenido la habilidad de reconocer sus fallos y limitaciones aprendiendo de ellos. Sabe rectificar, pedir perdón y solicitar consejo.
La prudencia nos hace tener un trato justo y lleno de generosidad hacia los demás, edifica una personalidad recia, segura, perseverante, capaz de comprometerse en todo y con todos, generando confianza y estabilidad en quienes nos rodean, seguros de tener a un guía que los conduce por un camino seguro.